Se posicionan, con contumaz militancia, en contra de la modernidad tecnológica.
Sin embargo, no vacilan en emplear un ordenador para propagar por Internet su ideario de emociones inconexas. Llevan encima un teléfono móvil para capturar, organizada en un montón de megapixels, la bucólica naturalidad de un “espacio protegido” contra el desarrollo, eso sí, no sin cierta aprensión a causa de lo que han leído u oído sobre de la malignidad de esas “radiaciones electromagnéticas” que emiten los dichosos aparatejos.
Gastan un dineral en tratamientos alternativos –cromoterapia, homeopatía, reflexoterapia, gemoterapia…- y siguen a rajatabla los consejos de salud de los gurús naturópatas –basados en argumentos tan disímiles como el equilibrio entre el ying y el yang, extraído de algún oscuro texto zen, por un lado, y lo que dice una tabla sobre la composición química de los alimentos, publicada a partir de datos científicamente obtenidos en laboratorios atiborrados de tecnología, por el otro-. En consecuencia, no ponen en su café la sacarosa de toda la vida, la que viene en paquetes de un kilo, porque “el azúcar es malo”, y la sustituyen por edulcorantes sintetizados a partir de derivados del petróleo. Rechazan con suspicacia la leche de vaca y la remedan con horchata de soya, a la que prefieren llamar “leche”… Creen a pie juntillas que “lo natural es más sano”, que ciertas cosas absolutamente inanimadas e inertes –por ejemplo, las piedras de marras- poseen una “energía vital o telúrica” capaz de hacer que tu vida sea más sana, más armónica… o cosas parecidas. Intentan vivir “ecológicamente”, hasta que descubren que es muy caro; entonces simulan vivir ecológicamente, pero siguen sin reconocer o entender que el único recurso natural con que cuenta nuestra especie para sobrevivir es la poca inteligencia que tenemos para transformar, al menos un poquito, la parte del mundo que nos cae más cerca, a la cual, por cierto, jamás le hemos resultado demasiado simpáticos.
Y todos los años emprenden la migración estival, hacia las casas rurales, claro está, que eso de ir a la playa ya no está bien visto y, además, atenta contra los ecosistemas costeros. Pero no les importa entonces descargar en la atmósfera bocanadas de gas carbónico por el tubo de escape de sus monovolúmenes; ya han pagado el peaje ecológico desenchufando todas las noches sus incontables electrodomésticos, para que no permanezcan en stand-by, derrochando energía y contaminando –sin contar con las malignas radiaciones que de ellos escapan, de noche, cual fantasmas, para desasosiego de nuestro “magnetismo natural”.
Para dar envidia a los amigos del club alternativo –porque la envidia es una emoción “muy natural” en los primates-, aquellos que pueden permitírselo se dan un paseo por el paleolítico –está a unas pocas horas, si se va en avión y luego en todoterreno-, armados con sus cámaras para traerse fotos donde posan con los felices aborígenes. He visto, para mi sorpresa, que de vez en cuando, en las imágenes, se cuelan objetos anacrónicos:
- un machete de acero –cuya fabricación, hecha en los contaminados entornos de las modernas ciudades, no podría nunca llevarse a cabo en la aldea preneolítica, pero que sirve para cortar, cazar o defenderse muchísimo mejor que cualquier otra cosa que haya en la selva
- un balde de PVC azul –los dichosos nativos descubrieron que era un buen medio para trasportar agua encima de los hombros, pues la arcilla cocida al sol es frágil y pesa muchísimo
- un par de zapatos deportivos, tal vez de la talla inadecuada, pero que, gracias a estar hechos de sofisticados polímeros elaborados sobre la base de hidrocarburos fósiles, permiten correr mucho mejor tras las potenciales presas que si se hiciera descalzo.
Dicho sea de paso, ningún miembro del club paleolítico ha defendido jamás –que se tenga noticia- las bondades de una dieta vegetariana: cuando consiguen hincarle el diente a algo que unas horas antes corría, nadaba o volaba, hay fiesta en la comunidad.
Olvidaron las pocas lecciones de estadística que quizás alguna vez recibieron y, por lo tanto, dan a lo anecdótico categoría de ley –cuando, por ejemplo, alguien les cuenta que un pariente sanó de un melanoma con unos cataplasmas de aloe vera- y están convencidos de que los laboratorios farmacéuticos son modernos talleres de alquimistas, en los que se muelen, maceran y cuecen las plantas medicinales de siempre y donde el único valor añadido está en un elegante envase de plástico, montado todo ello con la intención de cobrarnos un riñón por algo que, en los felices tiempos en que el hombre vivía en armonía con la naturaleza, se obtenía gratis de ella.
En ocasiones, el instinto de supervivencia, puesto a punto durante millones de años de evolución, les devuelve a la racionalidad cuando tienen un problema real con la salud –algo que duela, que supure, que se inflame o que sangre, quiero decir-. Entonces no dudan un segundo en irse al hospital más y mejor equipado con toda la tecnología posible. Acogen con beneplácito marcapasos electrónicos –¡que irradian electricidad justo al lado del corazón!- y prótesis recubiertas de politetrafluoroetileno –¡Dios, hasta el nombre parece tóxico!-, prefieren que les operen con láseres y hasta reciben con un suspiro de alivio los citotóxicos sintéticos, esperanzados en que sus moléculas, aparentemente nada naturales, encuentren y destruyan el tumor que les amenaza, el cual los médicos localizaron mediante el bombardeo con todo tipo de “energías artificiales”.
Vale, lo reconozco, los más recalcitrantes prefieren ir al curandero. Pero es que algún mecanismo ha de tener la naturaleza para liberar a la especie de sus elementos más tóxicos, ¿no?. Nótese que, una vez conseguido “el estado de bienestar”, a la selección natural le queda un único aliado en su indefectible tarea de mejorar la especie humana: la tontería de alguno de sus elementos.
Pero de todas las tonterías que habitan en sus mentes, tal vez la más popular y disparatada es la demonización de los productos químicos, de la química misma y, por supuesto, de los químicos. Demostrando a todo humano lúcido con el que conversan que su paso por la segunda enseñanza no dejó huella apreciable en su córtex, insisten en que “los productos químicos son nocivos, todos, pero especialmente esos que aparecen en las etiquetas como aditivos, como por ejemplo, el E300, también llamado ácido ascórbico… Otra cosa muy distinta sería que contuviera algo así como vitamina C, sea intrínseca o añadida, porque todo el mundo sabe que la vitamina C es buena para casi todo…” Y parecen olvidar, o nunca haber sabido, que TODO, incluidos ellos mismos y el que esto escribe, está hecho SOLAMENTE de sustancias químicas; que en el mundo de las moléculas reina el más estricto igualitarismo, o sea, que no hay una molécula de ácido ascórbico mejor que otra, proceda de donde proceda, de un limón cultivado en el Edén o de una probeta de síntesis en un laboratorio.
Duermen tranquilos, pensando que, por el hecho de haber nacido humanos, son inteligentes, peligrosos y, por lo tanto, poderosos. Tanto que, si no ponen control a su poder, podrían “destruir el planeta”. Y sueñan que usan ese poder con magnanimidad para salvar la Tierra, eso sí, sin violencia alguna.
Al despertar, cada mañana, buscan alguna nueva causa alternativa, algún nuevo producto del “comercio justo” o redescubren, por ejemplo, como paliar el estreñimiento, usando un laxante natural, empleado desde la noche de los tiempos por una antigua tribu –que por suerte dejó su legado antes de desaparecer, hace unos años, cuando sus últimos miembros, famélicos, sin dientes, ulcerados y arrugados a los treinta años de edad, decidieron abandonar el paleolítico y caminaron, con todo su ecosistema de parásitos encima, hasta el pueblo más próximo, donde la comida se compra en el mercado, algunas veces bien envasada en asépticos plásticos, y los males de ojo se conjuran con antibióticos.
Si han tenido la paciencia de leer esto hasta este punto, tal vez se estarán preguntando: ¿Por qué tanta manía contra los alternativos? ¿No son acaso unos freakies simpáticos, una especie de hippies mutados en postmodernos ilusos, políticamente correctos?
Mi respuesta es clara: No, los alternativos son potencialmente peligrosos por, al menos, tres razones:
o Primera: Puede hacer más daño un imbécil bien intencionado que un sádico inteligente.
o Segunda: Atacan, royendo, lenta pero eficazmente, uno de los pocos pilares en los que se sostiene la civilización y, por ende, la especie humana: el desarrollo –el bienestar- basado en el racionalismo.
o Tercera: Hay precedentes de cómo unas cuantas ideas raras y hasta bienintencionadas al principio, han derivado en integrismos crueles y regresivos. Sí, estoy pensando, por ejemplo, en unas cuantas religiones o algunos sistemas sociopolíticos desastrosos.
Y es que esta vez nos jugamos nada más y nada menos que la existencia como humanos civilizados.